La abuela Bahía “está en la luna”; pierde la memoria, lo sabe y no quiere olvidar, pero también intuye que es inevitable.
“Margarita, está linda la mar,
y el viento
lleva esencia sutil de azahar; yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento”.
(Rubén Darío)
y el viento
lleva esencia sutil de azahar; yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento”.
(Rubén Darío)
Bahía, la abuela, a menudo llama Margarita a Baraka.
Una noche, a la luz de la luna llena del desierto, abre su baúl lleno de recuerdos (sus melfas –telas de colores en las que se envuelven las mujeres saharauis-, su espejo de princesa, sus perlas… y, el más preciado, la foto de su casa blanca de Dajla, en la comarca de Río de Oro). La casa junto al mar en la bahía de Bahía, la casa con tejado en forma de cúpula que el abuelo Abdulá, el lunático, le construyó. Era hermosa, como las margaritas que colgaban a ambos lados de las ventanas.
La abuela tuvo que huir de allí con sus tres hijos treinta años antes, cuando el Sahara Occidental fue ocupado y empezó la guerra.
A partir de esa noche se va tejiendo una tierna, dulce y profunda relación entre Bahía y Baraka.
Cada crepúsculo la abuela le cuenta para no olvidar, para que la niña de nueve años recuerde siempre: “(…) tengo raíces más hondas que esas macetas. Raíces para mí y para mis hijos. Y para los hijos que tengas tú, cuando los tengas”.
En sus pocas páginas (algo más de cien) se encierra la historia de un país, de una guerra, de una situación que todavía hoy, nadie ha tenido el “valor” de resolver, una injusticia a la que nadie ha puesto fin, la sensibilidad de Baraka cuando, desesperada ante el desconsuelo de su abuela, encontró en las palabras la manera de hacerla feliz: la casa abandonada de Dajla le escribía cartas a Bahía, como las que Kafka le escribió a la niña que lloraba cuando perdió su muñeca. La niña tuvo su historia y “recuperó” la muñeca, igual que la abuela reconquistó su casa y su tierra abandonadas, a través de unas cartas inventadas como una caricia.
La abuela tuvo que huir de allí con sus tres hijos treinta años antes, cuando el Sahara Occidental fue ocupado y empezó la guerra.
A partir de esa noche se va tejiendo una tierna, dulce y profunda relación entre Bahía y Baraka.
Cada crepúsculo la abuela le cuenta para no olvidar, para que la niña de nueve años recuerde siempre: “(…) tengo raíces más hondas que esas macetas. Raíces para mí y para mis hijos. Y para los hijos que tengas tú, cuando los tengas”.
En sus pocas páginas (algo más de cien) se encierra la historia de un país, de una guerra, de una situación que todavía hoy, nadie ha tenido el “valor” de resolver, una injusticia a la que nadie ha puesto fin, la sensibilidad de Baraka cuando, desesperada ante el desconsuelo de su abuela, encontró en las palabras la manera de hacerla feliz: la casa abandonada de Dajla le escribía cartas a Bahía, como las que Kafka le escribió a la niña que lloraba cuando perdió su muñeca. La niña tuvo su historia y “recuperó” la muñeca, igual que la abuela reconquistó su casa y su tierra abandonadas, a través de unas cartas inventadas como una caricia.
© Reina