Nuestra Señora de París


Hablar sobre un libro como “Nuestra Señora de París” es una tarea complicada, puesto que mucho se ha dicho sobre él y, a estas alturas, es difícil añadir algo novedoso o sustancial. Quizá el problema estribe en que esta novela es de una factura casi ejemplar y que sus características son simples, pero tremendamente eficaces a la hora de lograr agradar al lector.
Habría que empezar por decir que “Nuestra Señora de París” es un libro de encargo, escrito (como tantos otros de la época) por Victor Hugo debido a la solicitud de un editor que quería publicar una novela histórica al estilo de las de Walter Scott, que hacían furor al otro lado del Canal. Y el gran autor francés, tras unos cuantos retrasos (debidos a circunstancias revolucionarias y a la escritura de otras obras), se descolgó con este novelón de factura impecable —en cuanto a forma— y de contenido sencillo… sólo en apariencia.
Porque —y he aquí uno de los puntos fuerte del libro— Hugo, en efecto, fraguó una novela histórica excelente (con algunas salvedades que veremos después), pero plasmó en ella muchas de sus preocupaciones sobre los acontecimientos de su tiempo: el reinado de Carlos X, la revolución de 1830 o la monarquía de julio de Luis Felipe I, último monarca de Francia; y no sólo sobre hechos históricos, sino sobre temas más mundanos y cercanos, como la conservación de los monumentos o la relevancia de la cultura escrita.
Ateniéndonos a la trama del libro, “Nuestra Señora de París” es un claro ejemplo de la novela de ambientación histórica que Scott desarrollaba (en “El corazón de Mid-Lothian”, sin ir más lejos). No tan centrado en el personaje de Quasimodo como cabría esperar por sus traducciones y adaptaciones posteriores, el libro narra las peripecias de este personaje y su protector, el dómine Claudio Frollo, enamorados ambos de la Esmeralda, una gitana que baila con su cabra por las calles del París de 1482, y que rechaza sus atenciones en favor del capitán de arqueros Febo de Chateaupers. En medio de esta historia se entrecruzan las vicisitudes de Pedro Gringoire, dramaturgo aficionado y filósofo diletante, Paquette la Chantefleurie, abnegada mujer que jugará un papel decisivo en la trama, el hermano menor de Claudio Frollo, Jehan, estudiante juerguista y follonero sin par, o Clopín Cojoloco, rey de los mendigos de París y defensor de la Esmeralda. Todos estos personajes, y algunos más, tejerán un argumento repleto de amoríos, encarcelaciones, secuestros, duelos y muertes, y que no desentrañaremos aquí por mor de la concreción y para no desvelar detalles que revelen el final de esta intriga. Baste resumir que, por encima de cualesquier otros detalles, el amor es el motivo fundamental de esta obra; el amor en diferentes variantes: legítimo, filial o lascivo. Y que todo ese amor, como no podía ser de otra manera, convierte a los protagonistas en marionetas a merced de un destino inevitable y cruel.
Sin embargo, por encima de las consideraciones argumentales, cabe resaltar que Victor Hugo escribió una obra muy interesante por su estilo y por su manera de enfocar la peripecia narrativa. Porque, pese a estar escrita poco antes de mediados del siglo XIX, su autor exhibió recursos muy avanzados a su tiempo, como el monólogo interior, o la intrusión del escritor en la narración para aclarar, explicar o hacer alarde de conocimientos (en la mejor tradición del “Tristram Shandy” de Sterne). El francés introduce comentarios en distintos puntos para expresar su opinión y, por ejemplo, lanzar un discurso en el que expone su rechazo a las torturas y la pena de muerte; incluso entremezcla algunos capítulos completos dedicados a la decadencia de la cultura arquitectónica frente a la cultura escrita, impulsada con la invención de la imprenta.
Y quizá este punto sea el único un tanto flaco de la novela, puesto que las digresiones —aunque habituales (y hasta necesarias) en esta clase de libros— distraen al lector de la trama principal; cuando son tan largas como la anteriormente citada, el retomar el hilo de la narración es casi un juego de prestidigitación, puesto que Hugo abandona a sus personajes en mitad de situaciones que, en algún momento, son de tensión. Obviamente, parte de la inquietud generada se pierde en esas ramificaciones que, no obstante, son muy interesantes; simplemente, están situadas en un lugar poco afortunado. Se agradece que Hugo compare su siglo XIX con aquel XV del que escribe, a veces para bien, a veces no. Esos contrastes ayudan al lector a comprender cuán absurda, en ocasiones, ha resultado la evolución de las costumbres, y la degeneración que la civilización ha provocado.
“Nuestra Señora de París”, como se puede ver, es mucho más que una novela de aventuras históricas. Y todo ello merced al genio de Victor Hugo.